martes, 20 de agosto de 2013

Una señora de peluca fosforescente



El conejo se empina el porrón como si quisiera tragarlo, la bailarina con barba y pantalón negro le palmea la espalda mientras el que lleva una especie de pañal ríe y da unos alaridos, hasta que los dos logran que el conejo largue el porrón, se lo arrebata la bailarina y esta vez son el conejo y el de pañal los que arman barullo. No alcanzo a entender si para alentarlo a que beba o para que deje de hacerlo. Los tres son jóvenes.

En Paraná es raro ver homosexuales en la calle, aunque abundan, como en cualquier lugar del mundo, incluso en Rusia; también es raro ver espacios públicos exclusivos para jóvenes. Generalmente la policía los echa de la plaza, los echó del rosedal y con la ola privatizadora los espacios se redujeron al ámbito privado, al negocio privado. La mayor aspiración que un joven puede tener en esta ciudad, como en casi cualquiera del interior, es envejecer siendo empleado público, en comparación con el sector privado es la mejor opción, sólo seis horas de mañana, de lunes a viernes, aunque los sueldos son más bajos. Ser empleado de comercio te da cierto status, aunque son alrededor de diez horas diarias, con un franco semanal que nunca es un fin de semana, y muchas veces se trabaja en negro. Los empleados de comercio suelen ser igual o similares a los del Estado. Aunque a diferencia de estos últimos, cambian de novia según el comercio en que se empleen y siempre, la novia anterior, está relacionada con el trabajo anterior. Ambos comprenden fatalmente que, si uno de los dos deja de trabajar en un super para pasar a una casa de electrodomésticos, es normal que la relación se termine. Ambos, el empleado de comercio y el del Estado, podrán acceder a una vivienda, una moto, un auto, tener hijos, llegar a viejos y jubilarse. Una realidad muy distinta a la del peón de campo o al albañil. Paraná es una ciudad eminentemente administrativa y comercial y, desde hace una década, atormentada por el berretín de ser turística.
Son las diez de la noche del domingo, para las tres de la mañana, los tres muchachos, el conejo, la bailarina y el de pañal, estarán casi inconscientes de la borrachera. Tal vez trabajaron toda la semana, ese será su escape, su salida, para el martes, luego del feriado, volver a lo cotidiano sin chistar. Pero no se sentirán solos, miles estarán en esa misma situación a las tres de la mañana. Al otro día, a la angustia de la resaca se sumará la frustración de no haber cogido con nadie, porque ese es el broche de oro, cojer al terminar la fiesta. Esa es la ansiedad de los solteros. Cuando la fiesta termine, lo que no se pudo, deberá aguardar hasta el año que viene para concretarse.
Desde hace quince años, un grupo de amigos devenidos empresarios de la noche, para darle algún nombre, hace una fiesta de disfraces. En los últimos cinco años esa fiesta se transformó en un icono de la ciudad, el Estado municipal y provincial colaboran con el éxito de la fiesta. Esta vez fueron cincuenta mil personas las que asistieron. Un evento masivo, que como cualquier actividad posmoderna, se realiza sobre un plano liso, donde nada denota las características topográficas locales y carece de cualquier anclaje con la idiosincrasia del lugar. Desde luego, los cincuentamil disfrazados no son todos de la ciudad, vienen de otros lugares, pero no vienen a Paraná, vienen a la fiesta de disfraces.
Como en todo negocio posmoderno, el producto por el que uno paga, es uno mismo, y las entradas oscilan entre 200 y 250 pesos, las anticipadas, que se agotan meses antes de la fiesta, y en la reventa pueden rozar los mil pesos. A lo cual hay que agregarle el costo de los disfraces y de lo que se consuma esa noche, que suele ser mucho. En conclusión, la fiesta mueve mucha guita. En la ciudad se instaló el mito de que los organizadores de la fiesta se hicieron millonarios gracias a los que con sus disfraces, montan un verdadero espectáculo. No faltan pibes que a sus expectativas de entrar a Garbarino, Cotto, Carrefour o el Estado, le agregan la utopía de pegarla con una fiesta que los haga millonarios.
Pero no sólo jóvenes convoca la fiesta, hay de todas las edades. Las mujeres, en su gran mayoría, prefieren la estética porno para el disfraz, los hombres son un tanto más creativos, y los gays aprovechan la movida para sentirse cómodos en su travestismo.
En Paraná, no hay casi logros colectivos, los equipos de fútbol o básquet, casi nunca llegan a las primeras categorías nacionales, el resto, es eternamente amateur. El arte y la cultura es un reducto elitista con algunas pocas individualidades descollantes. Sin embargo hay cuatro universidades en la ciudad. Las carreras de humanidades son las favoritas, destacándose entre ellas las docentes y la de psicología. Para esta última, la salida laboral es prácticamente nula, pero miles de entrerrianos colman los cursos de ingreso cada año.

El evento de la fiesta de disfrases, su magnitud, que a los ciudadanos nos condena a la humillación de vivir en la capital sudamericana del disfraz, por el resto de los días, llena páginas en los dos diarios de alcance provincial. Tal vez, los que estudian psicología entiendan mejor el fenómeno, se ha escrito mucho sobre la función de las máscaras. Yo prefiero entender que es una sociedad que necesita ponerse la careta para sacarse la careta. El paranaense medio padece del complejo de no ser divertido, ni demostrativo, suele autocalificarse como amargo y aspira a esa algarabía desmedida que nos da el hecho de perdernos en la inercia colectiva de la fiesta, y tal vez, la fiesta de disfraces le da esa posibilidad, ese desahogo de frustraciones, esa inconsciencia de la fatalidad tan necesaria para seguir viviendo tranquilos, seducidos por las cientos de notas que los diarios dedican a decirnos insultantemente que una vez al año, tenemos la posibilidad de ser eso que siempre soñamos ser. 

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