lunes, 26 de agosto de 2013

Un poco oscuro, un poco gris



Hola, digo al teléfono y espero, ella duda unos segundos, yo ruego volver a tener fe y entonces pedirle a dios que me reconozca la voz, que me reconozca a mi, entonces, hola, Pablo?, dice ella, y aunque duda un poquito, a mi me alcanza. Ya está, me reconoce por la voz, listo, me ahorro el tremendo y absurdo esfuerzo 

de tener que volver a creer en dios, y comienzo la charla. Casi siempre sobre lo mismo, pero a mí me alcanza, me quedaría conforme si, tras corroborar que me reconoce, cortara la comunicación.
La que escucha, espera, se angustia por un breve instante es mi mamá. Y yo podría quedar como un hijo de puta haciendo este jueguito, si no aclarara a continuación que ella tiene Alzeimer, entonces todas mis esperanzas se comprimen en un breve instante, hasta que corroboro que aún me reconoce.
No sé que me atormenta más, si ver como ella se interna progresivamente en ese pasillo oscuro en el que todo lo que alguna vez fue desaparece, o que llegue el día en que ya no me reconozca, en que yo termine desapareciendo de la conciencia de mi mamá. Sería el fin de todo o por lo menos el final de algo. Al niño, al bebe, lo crea la mirada de la madre, ella con sus manos le va descubriendo el cuerpo, lo va materializando, su voz lo nombra y su amor le da seguridad. Que pasa luego, cuando en la conciencia de la madre, el hijo, el mundo, se desmaterializa, pasa a ser una nebulosa que ya nada dice de la vida?
No debe tener muy buenos recuerdos, no, no debe tener muchos de los buenos, pero en sus recuerdos estoy yo, la vida que tuve, algunas cosas de mí que yo no tengo en mi memoria. Y en sus genes está también la cifra de la enfermedad, que tal vez sea la única herencia que me deje.
Si algo espero es que la muerte le alcance antes que el total olvido, que no se muera habiéndome olvidado, que hasta el final de los días sepa con solo mirar el rostro de cada uno de sus nietos, que son sus nietos y el nombre de cada uno. No mucho más que eso espero, pero se que es demasiado.
Soy parte de una familia enredada en un duro karma: el de ver morir a sus integrantes de la pero manera, tras la mutilación, la gangrena, el dolor, la vuelta a la infancia. A mi vieja, la vida le está mutilando la memoria, primero lo más débil, la memoria inmediata, pero luego irá por el hueso de los buenos recuerdos, de los que se graban a fuego, de los que guardan las articulaciones de la identidad. Luego, sobreviene la muerte, pero una muerte lenta, vagando entre los fantasmas desconocidos de recuerdos que ya no son propios, los órganos se van paralizando. Primero la apatía, el mutismo, luego la agresividad, y tras eso mezclado, el entumecimiento de los músculos, la postración, la sonda endogástrica, la muerte por inanición, sin recordar quien se es, quien se fue y quienes son esos que, sentados en ronda alrededor de la cama, parecen esperar algo que solo te incumbe a vos. Es una vereda que he transitado miles de veces, lleno de temor.
De qué sirve la experiencia de ver morir a quienes te quisieron de la peor manera? Ver el cuerpo degradarse, conocer el olor a la carne podrida, ver cómo los gusanos se alimentan del miembro muerto de alguien vivo, sirve de algo? Para qué se supone que uno debe acumular todo eso?
De cualquier situación, por extrema que sea, se supone, los humanos aprendemos algo. Pero no de la muerte. La muerte nos deja vacíos, no responde, y la vida sigue, peor o mejor, pero sigue, sin tener en cuenta la muerte. Es absurdo que la muerte venga precedida de horrores, es una redundancia, una alevosía. Y no es mejor el “bueno, dejó de sufrir” que el “como puede ser si andaba tan bien”.

Cuando era joven, pensaba que morir tranquilo, en una cama limpia, rodeado de tus seres queridos, era una muerte de derecha, reservada sólo a esos viejos que suele publicar La Nación en su obituario. Ahora lo que deseo para mi vieja, para los que quiero, son muertes de derechas. 

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