Los ecologistas me aburren y hay ahí una cuestión de clase,
también. Suelen ser personas muy sectarias, parecidas a los vegetarianos o los
marxistas ortodoxos, o los católicos homfóbicos y, al igual que estos, tienen
una vida bastante más hipócrita que este servidor. Sin embargo yo también estoy
en
contra de las termas y hubiese ido a las marchas de no ser por el trasfondo
político opositor de quienes las impulsan y el sectarismo anteriormente
mencionado.
Soy de los que entienden que la civilización es la apropiación
y la dominación de la naturaleza por el hombre. El retorno idílico de los
ecologistas a ese estado puro del hombre en armonía con la naturaleza, sólo
existe en las tapas de los panfletos que reparten los testigos de Jehová. Ha sido
la transformación del medio, la utilización de ese recurso natural que sin la
mirada del hombre no sería nada, lo que incrementó y extendió la vida del
hombre, y son las ciudades, ese engendro para nada natural, el mejor lugar para
habitar que tenemos los seres humanos. Pero estoy en contra de las termas,
repito, y por eso celebro el anuncio de Urribarri, de no avanzar en el tema. Digamos
que, sólo un idiota de campaña, puede interpretar esto como un arrugue del
gobernador o como un triunfo de la movilización popular. Por un lado porque
esto último no es tal, por otro, Urribarri, ya nos tiene acostumbrados a las
modificaciones no sustanciales de sus decisiones cuando estas son rechazadas
por algún sector de la población. Hay ahí cierta racionalidad y coherencia,
pero también pragmatismo y cintura política. La movida le suma más a él porque
rompe el cerco en que la oposición pretendía encerrarlo poniendo a los que
quieren un mundo feliz de su lado y a los que queremos muerte y destrucción,
del otro. Y del otro lado, sólo consolida un grupo minúsculo de burgueses
bohemios, que se cierra aún más.
Las termas apestan, no porque modifiquen una supuesta
naturaleza virgen, porque ya no la hay, porque nada escapa a la presencia
transformadora del hombre, porque ya el paisaje no está determinado por la
caprichosa naturaleza, sino porque se emplazan sobre un proyecto turístico de
ciudad. En Entre Ríos, más que en otras provincias, aún más turísticas que la
nuestra, termas – buenos negocios – turismo, van de la mano. Y una ciudad turística
es una ciudad para otros. Se monta sobre la ciudad real un circuito y una
fachada irreal de esa ciudad, de la que los ciudadanos son excluidos.
Una ciudad turística se monta excluyendo y segregando,
generando espacios de belleza y lujo, no accesible para los vecinos, si no para
los visitantes; y a su vez crea y generaliza una imagen bastante pelotuda y
humillante de quienes vivimos, justamente, en esa ciudad turística. El paranaense
turístico, sería un especie de ñoño apacible, que sabe indicar bien las calles
y brindar sus hospitalidad al visitante. Su hospitalidad, su casa, su parque,
su mujer. Todos deberíamos convertirnos en festejantes de esos turistas que
vienen a ver la ciudad que inventamos y no nos creemos y ni siquiera
disfrutamos.
Reprimir y ocultar la pobreza, también es un requisito de la
ciudad turística que se monta sobre cierto etnocentrismo a la inversa: el que
viene de afuera es mejor.
Por eso, decía, estoy en contra de las termas, porque
siempre prefiero una ciudad para los ciudadanos de acá.
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