Otra mañana
Casi todas las mañanas, cuando llego a mi trabajo, en la
vereda de enfrente se da un showcito, que nadie disfruta, que casi nadie ve:
siempre una joven, adolescente, a veces una niña, lucha contra alguna fuerza invisible
que la quiere ingresar a esa casona antigua donde funciona una sede del COPNAF,
el consejo provincial de la niñez adolescencia y familia, extraño nombre para
ese lugar que no tiene nada de esas tres cosas. Para ser breve y claro diré que
si consideramos a la cárcel el infierno, esto vendría a ser el purgatorio, es
la explicación más clara y abarcativa que ningún funcionario le dará. La fachada
pintada de vivos colores, con imágenes de dibujitos animados le agrega una
cuota más de terror a la escena, me hace recordar algo que leí sobre los nazis.
En este caso, en esta mañana, como casi todas las mañanas, se trata de una niña
que pisa la adolescencia. Camina nerviosa por la vereda, frente a la puerta, se
tironea los pelos, se rasguña la cara, da algunos gritos cuando algunas de las
asistentes sociales, imagino, se le acerca, se aferra a los barrotes de las
ventanas de los cuales nadie la quiere soltar, como se habrá aferrado a la vida
con su familia, a la niñez que le fue arrancada, a la adolescencia que ahora
empieza. A la asistente gorda, ahora se le suma una flaca, no ejercen
violencia, tratan de convencerla, ella amaga con salir corriendo, pero no lo
hace, sólo manifiesta un poco de histeria, desesperación, sabe, nadie la va a
defender, después de todo, esas personas están para ayudarla. A veces la vida
apesta, da nauseas. Yo transpiro, por el calor, siempre transpiro, en la puerta
del lugar donde trabajo, hago como que estoy terminando el pucho para quedarme
mirando. Algunos que pasan por el lugar miran de reojo, siguen como si nada. Me
imagino que harían si otro fuese el contexto, que haría yo, si fuese el frente
de una comisaría, si de nuevo estuviésemos en una dictadura. Pero soy el único
que se queda parado mirando. Fantaseo con que la joven le da una trompada a la
gorda, le arranca los pelos a la flaca, le rompe la cara a patadas y se va
corriendo, descalza. Pero eso nunca sucede, no hay donde ir, siempre la encuentran
y de vuelta a la mini cárcel, y si no la encuentran, peor para ella. Esta sociedad
se ha vuelto un infierno para las mujeres, pienso, y no por el calor, que ya me
hace transpirar a chorros, entonces entro, subo la escalera, prendo el aire
acondicionado y salgo al balcón, para seguir viendo. Me siento una vieja
chusma, pero no me importa. Son drogados, me dijo una vez una vieja chusma que
se detuvo con migo en la vereda para ver el showcito, pero enseguida retomó su
camino, yo seguí parado, pensando que lo mejor que podría hacer uno en esos
casos, era drogarse. Una vez, una trabajadora social, me contó que a los que están
institucionalizados los llevaban en una visita guiada a la cárcel, para que
tomen conciencia me dijo, o alguna mierda parecida. Sugestivamente, el tipo que
yo creía cambiaría algo de esa institución del siglo dieciocho, se suicidó al
poco tiempo de haber sido nombrado para dirigirla. Ahora, desde arriba, desde
el balcón, la desesperación parece una danza, la niña camina, las mujeres la
siguen, le hablan, lo de siempre. Tal vez espero que algún día a alguna
asistente social se le vaya la mano y use la violencia, para entonces cruzar la
calle corriendo y darle una patada voladora en plena cara, pero eso nunca
sucede. Finalmente la niña siempre ingresa sola por la puerta, custodiada por
las asistentes, sin mostrar mucha resistencia, vencida, sin rebeldía,
arrastrando los pies con un cansancio que pienso, no debería tener un niño.
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