viernes, 15 de febrero de 2013

AL MAESTRO CON AMOR


Cuando se cocinaba la cosa, digamos a partir de mediados de 1800, es decir cuando los porteños comenzaban a imponer su proyecto político oligarca y europeizante a sangre y fuego, y la heroica resistencia del federalismo provinciano comenzaba a ceder ante la capacidad aniquiladora del tiro a repetición del Winchester y las traiciones de próceres liberales como Urquiza, los porteños comienzan también a pensar en un esquema de dominación más sutil y efectivo: la educación.
Para ese momento existían en Europa dos grandes modelos de educación: el francés por así decirlo, orientado a la formación de profesiones liberales, y el alemán, más del lado de la investigación científica y el desarrollo de la industria. Por supuesto, el general Sarmiento, que jamás peleó en una puta batalla, se inclinó por el refinado modelo francés. No por nada, esa gloriosa frase que, desde luego, no le pertenece, y dejó grabada en alguna piedra que resumimos como “las ideas no se matan”, fue escrita en francés.
La elección del modelo francés, no se basa únicamente en el amor y la admiración que el maestro tenía por las festicholas parisinas, si no, además y principalmente, porque un modelo agroexportador como el que ya se proyectaba para la Argentina y que no terminaban de comprender y aceptar los bárbaros del interior, no requería desarrollo científico e industrial alguno. ¿Para qué? Todo eso lo importábamos con la guita que generaba la sobreexplotación de los pobres en las inmensas estancias que Rocca supo conseguir. Al fin y al cabo no éramos más que una colonia inglesa, en el mejor de los casos. Lo que se necesitaba entonces en la Argentina eran empleados más o menos alfabetizados, que compartieran una misma lengua y entendieran las órdenes que se les daban, che. Más algunos administrativos que hicieran funcionar la burocracia del Estado; más algunos médicos que controlaran las epidemias que desataban los vergonzantes modos de vida de la chusma local e importada; y a otra cosa carrascosa.
Pero había un problema, ese modelo de educación se correspondía con un modelo de país y con una ideología política que había sido resistida por el pueblo, que no había sido mansamente aceptada y rubricada en un prolijo y pacífico contrato social. Y para colmo, esa resistencia no era infundada y bárbara, como se mentó hasta nuestros días, si no que poseía un proyecto claro, un plan de gobierno, una determinada organización económica, una cosmovisión, por así decirlo. La batalla real, esa que cortó cabezas e incendió ranchos, ya estaba ganada. Había que borrar todo rastro de imposición violenta o, de no ser posible, justificarla en la demonización del otro. Necesitábamos una historia de próceres desabridos, casi sin ideas, y sin otro objetivo que conseguir la patria que teníamos a partir de 1880. La historia previa no te la cuentan o te la retacean en la secundaria, y es relatada por docentes formados en este modelo sarmientino, y mayoritariamente, con ideas similares a las del maestro. Ni que hablar de la primaria.
Entonces la historia pedorra, por darle un nombre técnico, va del cabildo de 1810 – esa revolución municipal – a San Martín cruzando los Andes y Belgrano creando la bandera, en el medio, el abismo, y luego la grandeza de la patria creada por rubios que bajaban de barcos venidos de Europa. Si alguno se le daba por preguntar por algún nombre de caudillo que bautiza alguna calle sin importancia, se le decía que se trataba de un gaucho pendenciero, borracho y cuatrero, y listo capristo. Esa es toda nuestra formación, de esa manera nos educan en la primaria y en la secundaria, y para Macri, Busti y los radicales, esta bien que así sea, claro esa historia beneficia justamente a un determinado sector, el de los que vencieron y el de los que posteriormente eligieron andar por la vereda de los vencedores.
Pero hubo un problema, allá por mediados de los cuarenta, el peronismo, el pueblo que para tener identidad necesitaba volver más allá de 1880, porque su historia era la historia de los perdedores, como tal vez lo sea siempre, y bueno ahí estaban los historiadores revisionistas, todos peronchos ellos, entonces hubo que volver a la misma receta: violencia, terror, proscripción, demonizar al otro, borrar todo vestigio de su existencia de la historia. Y después del bombardeo las cosas volvieron más o menos a su lugar. Pero “maldición, las ideas no se matan”, debería haber escrito Sarmiento, la negrada, los crotos, los trabajadores, nunca olvidaron y siempre quisieron ver por esas rendijas que quedan cuando la historia oficial comienza a crujir, su propia historia. Puesto que los libros no hablan de ellos, y si lo hacen lo hacen mal, debería haber algún relato que diera más pistas: el maldito revisionismo histórico, que en la universidad se toca como una aventura nacional, a lo sumo latinoamericana, y por eso bastante deplorable, muy lejana a los criterios de cientificidad de los países centrales, y claro, muy contrario a los objetivos de las clases aún dominantes. Pero con esa persistencia que tiene la mugre, la sangre vuelve a colarse por entre las letras calmas y pulcras de un libro, y nos atormenta con la conciencia de los vencidos, y como somos jóvenes, se nos da por querer todo lo que se nos niega. Porque se nos negó la política, queremos hacer política, porque se nos negó la historia queremos hacer historia, porque se prohibió a Perón queremos a Perón, porque se hizo desaparecer el cuerpo de Evita, la tomamos como bandera. Y claro, como siempre, hoy aparecen los defensores de la república, las instituciones y las normas, para que nada cambie, esos que nunca dudaron en echar mano a los fierros para hacer entrar en razones a ese aluvión zoológico que nunca acepta su derrota.

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