Desde que el hiperactivo Jefe de Gabinete, Coqui Capitanich,
me informó que a partir de la decisión de combatir el narcotráfico con agua
bendita y avemarías yo pasaba a ser una obtusa oveja arriada por un piadoso
pastor, comencé a sentirme incómodo. Como que la silla se me hacía demasiado
dura y el estar parado me ponía inquieto.
La protesta policial acompañada de saqueos entreveró las
cosas y qué querés que te diga, no me cierra, no me cerró y no me va a cerrar
nunca eso de que a los negros hay que meterles bala, que los pobres no tenemos derecho
a tener un plasma, ni ningún artículo electrónico. Que si decidimos robar, solo
lo hagamos con gallinas, arroz y fideos. Que debemos cancelar el deseo, las
ganas, las expectativas y conformarnos con eso de que Jesús también era pobre y
que los ricos no van al cielo; mientras, claro, la propaganda nos bombardea con
que ser y tener son más o menos la misma cosa, porque en todo caso, es
preferible tener a ser. Más la criminalización del kiosquito de acá a la vuelta
en nombre de la cruzada contra el narcotráfico.
Me entristece el racismo, la racionalidad racista con que
responden algunos que honestamente se consideran no racistas y yo les creo. Compañeros
que llegaban al borde mismo de minimizar los muertos nac & pop, frente a
los muertos de De la Rúa, Montiel y los otros.
Tal vez estoy quemando algunas naves, pero no desde hoy, no
desde ahora. Igual, siempre tengo algún amigo pescador que me arrime con su
canoa hasta la próxima tierra firme y cuando el río está picado y la noche sin
luna saco la brújula de mis convicciones, sobre su cristal se reflejan los
rostros de los que quiero.
La espontaneidad está sobrevalorada en este neoliberalismo
posmoderno; claro, se entiende, para el que está del otro lado del mostrador la
espontaneidad sirve y mucho. La espontaneidad, la impulsividad, la pasión, el
arrojo, son valores en nuestra sociedad, y a su vez son hijas del sentido común.
Un sentido común que fue inteligentemente cooptado por la derecha. La duda, la
reflexividad, la indeterminación es el patrimonio de los débiles, de los que
deben especular para sobrevivir, para zafar de las trampas que teje inclusive
el amor.
Es una persona re espontánea, sin filtro, festejan algunos. Y
yo en mi rincón de resentido lo lamento, porque el que actúa espontáneamente responde
con el modelo, con el esquema que le implantaron desde chiquito para que
obedezca, para que responda de manera inequívoca a determinados estímulos que,
el Doctor Pablov, ya estudió allá lejos y hace tiempo. La espontaneidad, es lo
menos subjetivo, y a su vez, es la contracara de lo racional, de lo reflexivo. Respondemos
espontáneamente ante lo que perciben los sentidos, ante lo que está en la
superficie, en cuanto nos zambullimos, en cuanto sacamos el ojo de Tondera para
ver más allá de lo evidente, perdemos espontaneidad, nos ensombrecemos, nos
diluimos en la complejidad.
Es cierto, ante el terror, respondemos desde nuestra parte más
animal, mecánica, espontánea. Es justamente eso lo que espera quien ejerce el
terror, deshumanizarnos, quitarnos nuestro discernimiento, convertirnos en un
rebaño que sólo obedece a los gritos, los chiflidos y el garrote. En una manada
espantada, poco importa la vida del otro, corremos todos, bien juntitos es
cierto, pero lo hacemos para salvar únicamente nuestra vida. Volver por los
heridos en la huida es un acto heroico, romántico, pletórico de amor, y
suicida. Pero el suicidio es un acto de racionalidad. Nadie se suicida bajo
emoción violenta.
El terror nos somete a su propias reglas: entregar al otro
para salvarte vos, matar al otro para sobrevivir, buscar un chivo expiatorio
que reconstruya el lazo rotos con dios, con el poder, con el que tiene el poder
de matar o dejar vivir.
Reflexionar cuando todo apura, replantearse cuando todo
exige una respuesta, dudar cuando todo es a blanco o negro, defender la vida de
quien sea cuando se rifa la muerte de algunos, es un acto suicida, pero el más
moral y humano de todos los actos.
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