viernes, 4 de octubre de 2013

Presagio



Había sido un presagio? Lo cierto es que desde ese momento su tranquilidad se había quebrado. Saliendo del supermercado, una de las bolsas se desfondó y los tomates rodaron por la vereda, un hombre de unos cincuenta años se acercó a ayudarla y entre los dos pusieron los tomates en la otra bolsa sana. Agradeció sin mirar el rostro del hombre y se fue rápidamente. Se había puesto muy nerviosa. Era un incidente menor, 

pero para ella la tranquilidad, desde hacía mucho tiempo, era un hilo muy débil, un piso de cristal que en cualquier momento estallaba bajo sus pies. Cuando llegó a su casa, unos metros antes, entendió que sus nervios eran una intuición. Sentado en el tapial de la entrada, estaba él. Volvió sobre sus pasos, tratando de no escuchar lo que le decía, casi corriendo. Cuando llegó a la comisaría tuvo que esperar a que uno de los policías terminara de hablar por teléfono. En esos segundos, minutos, recuperó un poco la tranquilidad.
Tengo una orden de restricción contra mi ex marido, le dijo al policía, y cuando estaba llegando a mi casa lo vi sentado en la entrada, no se puede acercar a menos de 300 metros; completó mientras sacaba el papel un poco ajado que lleva siempre en la cartera desde hacía varios meses. El policía se quedó pensando unos segundos y luego miró a su compañero, sentado frente a una computadora, detrás del mostrador. Le hizo una seña con la cabeza, el otro se levantó lentamente y se acercó. ¿Que le pasa señora?, dijo, y tuvo que explicar todo nuevamente. Ahora no tenemos móvil porque está afectado a un allanamiento, pero en cuanto vuelva lo vamos a mandar. No se haga problema que yo voy a dar la orden para que patrullen. ¿Me puede repetir la dirección?
Pensó en quedarse ahí, hasta que volviera el patrullero, pero perdería toda la mañana, tenía que cocinar para cuando los chicos volvieran de la escuela. La charla trivial en la comisaría, la había alejado un poco del terror inicial, así que tomó coraje y recorrió las cinco cuadras hasta la casa, tratando de no pensar en eso. En la entrada no había nadie, pero eso no le devolvió la calma. Hacía una hermosa mañana, pensó para tranquilizarse. Ingresó lo más rápido que pudo y cerró la puerta con llave. El interior de la casa ya no le resultaba tranquilizador. Comenzó con su tarea diaria, lavar los platos que habían quedado de la noche, las tazas del desayuno de los chicos a la mañana, se preparó unos mates. Alguien le pateaba la puerta de entrada. Hija de puta, te voy a matar, escuchó esa voz, nuevamente, corrió hasta el teléfono y se aferró como si fuera su salvación. Voy a llamar a la policía alcanzó a gritar, salvando el nudo de espanto que le cerraba la garganta. Llamó al 911, que ya venían. Llamó a la comisaría, que el móvil no había llegado. Llamó al cero ochocientos de asistencia a la víctima, que pasara mañana de 8 a 13. ¿Cómo podía ser que no escucharan siquiera a través del teléfono los golpes que casi derribaban la puerta de chapa? Llamó a su hermano. Los golpes, los insultos, se acallaron. Al rato llegó su hermano diciendo que no estaba afuera, se había ido. Juntos fueron a la comisaría nuevamente.
Yo la entiendo señora, y porsupuesto que vamos a ayudarla, pero tenemos las manos atadas, estamos sin móvil. ¿Y no pueden ir caminando? La casa queda a cinco cuadras, dijo su hermano. El policía, lo miró de mala gana. Fue la primera vez que los miró directamente. Estaba muy ocupado mirando de reojo a cada momento una cámara ubicada en una de las esquinas del salón y que enfocaba directamente al mostrador. Sin decir palabra se fue hacia otra oficina y volvió con un agente joven, muy delgado, que la acompañaría hasta la casa y si sucedía algo, actuaría inmediatamente. El hermano tenía que volver a su trabajo, le dio un beso y se fue. Marcharon con el agente. Cuando se retiraron el comisario a cargo volvió a mirar la cámara del circuito cerrado. Un rato más tarde encontraría la excusa perfecta para destruir ese aparato que tanto le molestaba. La integridad de la fuerza estaba por encima de todo.
Caminaron en silencio, el sol, tan alto, tan brillante, le molestaba, le parecía una burla. El policía entró con ella a la casa, recorrió el lugar con la mirada. Todo en orden dijo. Ella se sintió avergonzada, porque pensó que talvez no le creían que lo que contaba hubiese sucedido, no tenía pruebas, por eso le mostró los abollones en la puerta y el agente miró sin darle mucha importancia. ¿Se va a quedar? Le preguntó. Si señora, me quedo en la vereda un rato, sabe, hasta que podamos patrullar. Pero no se quedó.

Comenzó a preparar la ensalada, pero ya nada era lo mismo, estaba muy nerviosa y sentía ganas de vomitar. Trató de pensar en los chicos, que cuando volvieran de la escuela se encontrarían con las milanesas con ensalada que tanto les gustaban. A ella le gustaba cocinarle su comida favorita. Era como si todo se transformara de repente. Eran felices por un rato, reían con más ganas que de costumbre y a ella se le iluminaba el alma. Eran esos pequeños remansos que tanto añoraba. Picó prolijamente el perejil y luego el ajo. Estaba abriendo la heladera cuando la puerta del patio se abrió violentamente, chocó contra la pared y los vidrios estallaron. Con el rostro desencajado él estaba parado en la puerta. La perra ni siquiera había ladrado. Trató de escapar, de buscar la puerta de calle, de frenarlo. Él solo la insultaba y se le venía encima. Entonces sintió un ardor en el estómago y bajó la vista en el momento en que él sacaba el cuchillo ensangrentado para volver a hundirlo. Cuatro, cinco veces, ya no escuchaba lo que le decía. Apoyó la espalda contra la pared y resbaló hasta quedar sentada en el suelo. Pensó porqué el policía no ingresaba la casa, porqué ese tipo al que alguna vez había creído amar, le hacía eso. Sentía un terrible dolor en el estómago. La vista comenzaba a nublarse llevándose para siempre aquellos pocos objetos queridos. La heladera, que tanto le había costado comprar y que tanto cuidaba. Todo, ahora le parecía tan absurdo. Y en ese breve y definitivo instante que la separaba de la muerte comprendió cosas que le hubiese gustado explicarles a sus hijos. Comprendió que toda su vida, hasta el mínimo detalle se había encaminado hacia ese momento fatal. Vio cómo cada pieza encajaba perfectamente para culminar en esa escena en que ella se despedía del mundo, sin haber sido feliz, sin haber sido amada, sin haber conocido la justicia. Todo ahora conformaba un bloque inexpugnable que la trituraba. Ella no importaba, la vida era así. Vivía en una provincia donde los hombres matan a las mujeres sin que nada ni nadie lo pueda impedir, a pesar del discurso de los abogados, tan limpio, tan ideal. Era cierto, todos somos culpables. Ella era culpable por haber creído, por haberse obstinado en formar una familia desde que tenía 18 años. Sus padres eran culpables por no haberle ofrecido ayuda. Todos eran culpables, pero no sus hijos, a ellos nadie les había dicho que la vida era eso. Los habían obligado a comprender y aceptar, sin pedirles opinión. No, ellos no tenían la culpa, ellos eran la víctima. Entonces, en el fin de sus días, una profunda tristeza le oscureció el rostro para siempre, grabándole ese rictus amargo que tendría cuando la estuviesen velando: ese día, cuando los chicos volvieran de la escuela, no tendrían lista la comida. 

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