Recién bajados de la camioneta destartalada que los había
acercado hasta el comité, parecían llegados de otro mundo, tal vez lo eran. Sin
zapatillas ni alpargatas, sin abrigo para ese mediodía lluvioso y frío,
parecían llegados de otro lugar, de otro clima. Cualquiera diría que se trataba
de un grupo de viejos, pero nadie podría adivinar sus edades, puestos a
calcular. Los cuerpos delgados pero nudosos, del color de la tierra, se
amontonaron a la entrada del local, como si en grupo se sintieran más seguros entre
esa gente distinta, de otro color, y que hasta parecía hablar en otro idioma.
Era la gente del pueblo, no muy lejano, pero tan
diferentes. A Hermelinda le
parecían demasiado pálidos y bulliciosos, acostumbrada al silencio del monte,
donde las voces se oyen claras; no distinguir una de otra, el murmullo
constante, la confundía un poco. Tal vez por eso tenía una expresión como de
sorpresa o nerviosa atención. Fue la primera en ubicarse en el banco puesto en
el centro del local. Y los vio entrar de a uno, a goyo lo traían entre dos.
Había estado toda la noche tomando vino, y cuando ya no podía estarse parado se
acostó en el catre, parecía dormido, pero cada tanto se sentaba y tomaba un
trago, dispuesto a aprovechar al máximo el convite del patrón. A Hermelinda le
pareció que se iba a morir esa misma noche de tanto tomar, pero al otro día,
cuando aclaró un poco, lo escuchó que hablaba desde el catre. Se levantó tan
borracho como se había acostado, pero estaba vivo, y eso la alegró un poco. Le dio
pena ver que Angélica se había meado encima, ella le dijo que aguantara, que ya
llegaban, pero la pobre no pudo. En una de esas las señoras le daban algo para
ponerse, para que fuera a votar, aunque sea y después ella se la devolvía a la
vuelta, pero quien iba a querer usar esa ropa después.
Bajó la mirada y se encontró con la libreta entre sus manos.
Sabía que ahí estaban su nombre y su apellido y había unas cuantas hojitas más
en letras chiquititas que imaginó, debían contar algo de ella, quién era,
cuantos años tenía. No la necesitaba, no sabía leer, pero sabía quien era, Hermelinda
Basualdo. Eso sí, ya no se acordaba bien que edad tenía, si setenta y ocho,
setenta y nueve, ochenta; para redondear decía ochenta, y sonreía con su boca
desdentada, hundida, o lo que parecía ser una sonrisa.
El patrón le había puesto la libreta en las manos esa mañana
y al rato apareció la camioneta, bamboleándose en el barro. Los subieron casi a
los empujones y así llegaron al comité. En el camino los agarró la lluvia, así
que la ropa un poco húmeda se empezaba a enfriar contra su cuerpo, pero no sentía
frío. Estaba acostumbrada a las heladas del campo.
Cuando la llamaron se levantó casi de un salto, le dieron un
numerito, que no debía perder, y le dieron una boleta en blanco y negro, que
tampoco debía perder y meter en el sobre dentro del cuarto oscuro para después
echarla en la urna. Se lo sabía de memoria, todo lo que sucedía ese día, todos
los días, era lo mismo, se repetía infinitamente, poco, casi nada, cambiaba.
Vamos abuela, le dijo una chica de pelo negro y enrulado,
tomándola del brazo. Fueron hasta la escuela, hizo lo que tenía que hacer, lo
que el patrón le había dicho que tenía que hacer, lo que su acompañante le
repitió varias veces mientras iban hasta la escuela, lo que ya sabía desde hacía
años, que tenía que hacer. Hubiese preferido quedarse en el rancho, pero no podía.
Cuando hubo echado el sobre en la urna, la chica que la había acompañando le
dijo que espere, y la dejó ahí, en una esquina del patio de la escuelita.
No se dio cuenta de que estaba temblando cuando una mujer
gorda le dijo, venga a la cocina abuela, ahí no hace tanto frío. Así que ahí
estaba, sentadita, en una silla junto a la cocina. Era cierto, ahí no hacía
tanto frío. No había que enfermarse, el patrón no quiere a la gente que se enferma
seguido, los echa a la calle, le hacen perder plata. Ella no se enfermaba nunca.
El que se enferma está jodido, no puede trabajar, no come.
De donde viene señora? La voz la sobresaltó un poco, era un
muchacho joven, de mirada triste, pero eso no la sorprendió. Solo conocía dos
tipos de hombres, los de mirada triste y los de mirada cruel. Los que veía casi
a diario, tenían una mirad triste, y aún cuando estaban borrachos y tocaban el
acordeón y daban zapucáys, como en la noche larga del encierro, no se les iba
la tristeza. Lo que sí le llamó la atención, y lo que recordaría aún de vuelta
al tinglado, donde los hombres seguían tomando vino y ahora asaban una vaquilla
que les había regalado el patrón era que ese muchacho la había mirado a la cara,
hasta había tenido que desviar la mirada para responderle. ¿Era un presagio?¿Un
anuncio?¿Se estaba por morir? ¿Algo estaba por cambiar?
Tal vez por eso, cuando escuchó que los hombres se golpeaban
la boca, dejó el atado de leña húmeda que estaba juntando y caminó entusiasmada
hasta el tinglado. ¿Quien ganó? Preguntó ilusionada. Y quien va a ganar, el
dotor, le respondieron casi en coro. Entonces volvió al montecito y siguió
juntando la leña húmeda en su atadito. Ricardo Colombi había sido reelecto
gobernador de Corrientes.
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