lunes, 23 de septiembre de 2013

Los encierros



Recién bajados de la camioneta destartalada que los había acercado hasta el comité, parecían llegados de otro mundo, tal vez lo eran. Sin zapatillas ni alpargatas, sin abrigo para ese mediodía lluvioso y frío, parecían llegados de otro lugar, de otro clima. Cualquiera diría que se trataba de un grupo de viejos, pero nadie podría adivinar sus edades, puestos a calcular. Los cuerpos delgados pero nudosos, del color de la tierra, se amontonaron a la entrada del local, como si en grupo se sintieran más seguros entre esa gente distinta, de otro color, y que hasta parecía hablar en otro idioma. Era la gente del pueblo, no muy lejano, pero tan 

diferentes. A Hermelinda le parecían demasiado pálidos y bulliciosos, acostumbrada al silencio del monte, donde las voces se oyen claras; no distinguir una de otra, el murmullo constante, la confundía un poco. Tal vez por eso tenía una expresión como de sorpresa o nerviosa atención. Fue la primera en ubicarse en el banco puesto en el centro del local. Y los vio entrar de a uno, a goyo lo traían entre dos. Había estado toda la noche tomando vino, y cuando ya no podía estarse parado se acostó en el catre, parecía dormido, pero cada tanto se sentaba y tomaba un trago, dispuesto a aprovechar al máximo el convite del patrón. A Hermelinda le pareció que se iba a morir esa misma noche de tanto tomar, pero al otro día, cuando aclaró un poco, lo escuchó que hablaba desde el catre. Se levantó tan borracho como se había acostado, pero estaba vivo, y eso la alegró un poco. Le dio pena ver que Angélica se había meado encima, ella le dijo que aguantara, que ya llegaban, pero la pobre no pudo. En una de esas las señoras le daban algo para ponerse, para que fuera a votar, aunque sea y después ella se la devolvía a la vuelta, pero quien iba a querer usar esa ropa después.
Bajó la mirada y se encontró con la libreta entre sus manos. Sabía que ahí estaban su nombre y su apellido y había unas cuantas hojitas más en letras chiquititas que imaginó, debían contar algo de ella, quién era, cuantos años tenía. No la necesitaba, no sabía leer, pero sabía quien era, Hermelinda Basualdo. Eso sí, ya no se acordaba bien que edad tenía, si setenta y ocho, setenta y nueve, ochenta; para redondear decía ochenta, y sonreía con su boca desdentada, hundida, o lo que parecía ser una sonrisa.
El patrón le había puesto la libreta en las manos esa mañana y al rato apareció la camioneta, bamboleándose en el barro. Los subieron casi a los empujones y así llegaron al comité. En el camino los agarró la lluvia, así que la ropa un poco húmeda se empezaba a enfriar contra su cuerpo, pero no sentía frío. Estaba acostumbrada a las heladas del campo.
Cuando la llamaron se levantó casi de un salto, le dieron un numerito, que no debía perder, y le dieron una boleta en blanco y negro, que tampoco debía perder y meter en el sobre dentro del cuarto oscuro para después echarla en la urna. Se lo sabía de memoria, todo lo que sucedía ese día, todos los días, era lo mismo, se repetía infinitamente, poco, casi nada, cambiaba.
Vamos abuela, le dijo una chica de pelo negro y enrulado, tomándola del brazo. Fueron hasta la escuela, hizo lo que tenía que hacer, lo que el patrón le había dicho que tenía que hacer, lo que su acompañante le repitió varias veces mientras iban hasta la escuela, lo que ya sabía desde hacía años, que tenía que hacer. Hubiese preferido quedarse en el rancho, pero no podía. Cuando hubo echado el sobre en la urna, la chica que la había acompañando le dijo que espere, y la dejó ahí, en una esquina del patio de la escuelita.
No se dio cuenta de que estaba temblando cuando una mujer gorda le dijo, venga a la cocina abuela, ahí no hace tanto frío. Así que ahí estaba, sentadita, en una silla junto a la cocina. Era cierto, ahí no hacía tanto frío. No había que enfermarse, el patrón no quiere a la gente que se enferma seguido, los echa a la calle, le hacen perder plata. Ella no se enfermaba nunca. El que se enferma está jodido, no puede trabajar, no come.
De donde viene señora? La voz la sobresaltó un poco, era un muchacho joven, de mirada triste, pero eso no la sorprendió. Solo conocía dos tipos de hombres, los de mirada triste y los de mirada cruel. Los que veía casi a diario, tenían una mirad triste, y aún cuando estaban borrachos y tocaban el acordeón y daban zapucáys, como en la noche larga del encierro, no se les iba la tristeza. Lo que sí le llamó la atención, y lo que recordaría aún de vuelta al tinglado, donde los hombres seguían tomando vino y ahora asaban una vaquilla que les había regalado el patrón era que ese muchacho la había mirado a la cara, hasta había tenido que desviar la mirada para responderle. ¿Era un presagio?¿Un anuncio?¿Se estaba por morir? ¿Algo estaba por cambiar?

Tal vez por eso, cuando escuchó que los hombres se golpeaban la boca, dejó el atado de leña húmeda que estaba juntando y caminó entusiasmada hasta el tinglado. ¿Quien ganó? Preguntó ilusionada. Y quien va a ganar, el dotor, le respondieron casi en coro. Entonces volvió al montecito y siguió juntando la leña húmeda en su atadito. Ricardo Colombi había sido reelecto gobernador de Corrientes.

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