lunes, 17 de junio de 2013

El cuento de mi abuela



Los pobres no tenemos historia, si no relatos, en el mejor de los casos cuentos. Mi abuela era muy buena contando cuentos. Agarraba una historia, ponele la de Caperucita Roja, y la modificaba tanto que ya no era más la de Caperucita Roja. No se si hizo variaciones sobre ese clásico, pero estoy seguro de que en mi niñez, el tiempo que estuve con ella, nunca un cuento fue igual a otro, siempre cambiaba aunque fuese en base a la misma historia. 

Todas las noches había un cuento diferente en aquella cama con respaldo de chapa, en que yo me acostaba y la llamaba hasta que venía a sentarse a mi lado, cansada, pero con tiempo y entonces arrancaba. Cuando algo no me gustaba de lo que estaba sucediendo en el circunstancial relato, se lo pedía y ella lo modificaba, entonces era natural que estando en las montañas con nieve, de repente pasáramos a estar en el campo junto a un arroyo. Ella tenía el berretín de ser escritora y tenía pasta, y calculo que soñaba con eso cuando me contaba los cuentos, sin leer, solo inventando sobre la marcha. Y juntos nos alejábamos de la casa fea, del no alcanza, de los malabares para llenar la olla, de lavar para afuera. Ese era un buen lugar para los dos y todavía creo que lo mejor que le podes enseñar a un hijo o un nieto es a soñar. Este mundo ya era feo cuando nacimos y seguirá así por mucho tiempo.
Decía que ella quería ser escritora pero se le acabaron las palabras cuando a los 11 años, fue a buscar a su hermana de 7 que arrodillada en el piso fregaba la casa de unas monjas. Es una imagen que nunca vi, debe ser dolorosa para cualquiera, se ve que para  las monjas no. Eran otros tiempos, el trabajo infantil no parecía tan cruel, tal vez, pero lo era y ella lo entendió y dejó la escuela para tomar el lugar de su hermana. Siempre me contaba que las maestras se pusieron tristes el día que les dijo que dejaba la escuela, yo era buena, decía mirando al vacío, en composición siempre sacaba un diez, y sonreía.
Pero el padre se cayó del carro cargado al tope de huesos para vender, y se rompió la espalda y estuvo postrado varios años hasta que murió, y eran cinco mujeres, y la madre que cosía para afuera. Los correligionarios no le dieron una mano a aquél sirio libanés que llegó escapando de la guerra, dejando a las mujeres en un país despiadado, y fue uno de los primeros afiliados radicales en Paraná. Entonces ella sembró odio y floreció Perón y Evita y la cosa cambió un poco, no más. Porque después los bombardearon, los echaron, los persiguieron, les quitaron la sonrisa y los obligaron a ocultar sus sentimientos y su cuadro de Evita.
Solía decir que la pobreza es triste, así me privó de la fantasía de que los pobres son más felices, quieren más a sus hijos o tienen reservado el reino de los cielos. Ella era muy católica, pero sabía bien que la pobreza era una injusticia y que nosotros éramos pobres porque otros eran muy ricos. Crecí con eso y rodeado de primos y curanderas.

Se casó a los 15, y a los 25 ya tenía seis hijos. Sin tiempo para ser escritora, se hizo lectora, nocturna, solitaria. Mi abuelo también era un gran lector y tenía sus cuentos fantásticos también, otra vez te los cuento. Pero antes quería seguir con que, desde bastante chico, tuve una formación literaria muy variada, desde la Patoruzú, el Tony, Dartagnan, hasta la revista Esto! Y Casos Policiales, también algo de Humor, Sex Humor, Satiricón, Intérvalo. Esa era mi gran literatura, las revista de historietas que leía una y mil veces hasta que aparecía una nueva. Los libros llegaron más tarde, mi abuelo leía el diario, pero no me interesaba eso. Él cirujeaba y a veces traía algunas cosas buenas. Así leí La Tregua en un libro sin tapas, Los tres Mosqueteros, que le faltaba un capítulo y otros más. Mi abuela leía de todo, desde Corin Tellado y Selecciones hasta libros de medicina, biología y peronismo, obvio. Pero su gran oficio de escritora lo ejercía de noche, dos veces al mes, cuando se ponía a redactar cartas a su hija y sus hermanas que vivían en Buenos Aires. Yo la observaba sentado en un banquito de madera. Ella, sobre la mesa de la cocina, con mantel de hule y envuelta en una nube de humo de cigarrillo era una imagen mítica para mí. Luego nos leía a todos, éramos muchos, aunque yo era el único de los más chicos que participaba de la ceremonia. Escuchaba sus palabras pronunciadas correctamente, con mucho cuidado y veía cómo se iban transformando los rostros de los más grandes, de mis tías, de mi viejo, como se les humedecían los ojos y me sentía orgulloso de mi abuela. Cuando llegaba la respuesta desde Buenos Aires, era otra ceremonia más concurrida, y ahí si estaban los otros gurises de la familia porque al final de la carta, había saludos para todos, nombrando uno por uno, y cuando oías tu nombre, que llegaba desde lejos, era una extraña satisfacción que te hacía sonreír.  

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