Los pobres no tenemos historia, si no relatos, en el mejor
de los casos cuentos. Mi abuela era muy buena contando cuentos. Agarraba una
historia, ponele la de Caperucita Roja, y la modificaba tanto que ya no era más
la de Caperucita Roja. No se si hizo variaciones sobre ese clásico, pero estoy
seguro de que en mi niñez, el tiempo que estuve con ella, nunca un cuento fue
igual a otro, siempre cambiaba aunque fuese en base a la misma historia.
Todas las
noches había un cuento diferente en aquella cama con respaldo de chapa, en que
yo me acostaba y la llamaba hasta que venía a sentarse a mi lado, cansada, pero
con tiempo y entonces arrancaba. Cuando algo no me gustaba de lo que estaba
sucediendo en el circunstancial relato, se lo pedía y ella lo modificaba,
entonces era natural que estando en las montañas con nieve, de repente pasáramos
a estar en el campo junto a un arroyo. Ella tenía el berretín de ser escritora
y tenía pasta, y calculo que soñaba con eso cuando me contaba los cuentos, sin
leer, solo inventando sobre la marcha. Y juntos nos alejábamos de la casa fea,
del no alcanza, de los malabares para llenar la olla, de lavar para afuera. Ese
era un buen lugar para los dos y todavía creo que lo mejor que le podes enseñar
a un hijo o un nieto es a soñar. Este mundo ya era feo cuando nacimos y seguirá
así por mucho tiempo.
Decía que ella quería ser escritora pero se le acabaron las
palabras cuando a los 11 años, fue a buscar a su hermana de 7 que arrodillada
en el piso fregaba la casa de unas monjas. Es una imagen que nunca vi, debe ser
dolorosa para cualquiera, se ve que para
las monjas no. Eran otros tiempos, el trabajo infantil no parecía tan
cruel, tal vez, pero lo era y ella lo entendió y dejó la escuela para tomar el
lugar de su hermana. Siempre me contaba que las maestras se pusieron tristes el
día que les dijo que dejaba la escuela, yo era buena, decía mirando al vacío,
en composición siempre sacaba un diez, y sonreía.
Pero el padre se cayó del carro cargado al tope de huesos
para vender, y se rompió la espalda y estuvo postrado varios años hasta que
murió, y eran cinco mujeres, y la madre que cosía para afuera. Los correligionarios
no le dieron una mano a aquél sirio libanés que llegó escapando de la guerra,
dejando a las mujeres en un país despiadado, y fue uno de los primeros
afiliados radicales en Paraná. Entonces ella sembró odio y floreció Perón y
Evita y la cosa cambió un poco, no más. Porque después los bombardearon, los
echaron, los persiguieron, les quitaron la sonrisa y los obligaron a ocultar
sus sentimientos y su cuadro de Evita.
Solía decir que la pobreza es triste, así me privó de la
fantasía de que los pobres son más felices, quieren más a sus hijos o tienen
reservado el reino de los cielos. Ella era muy católica, pero sabía bien que la
pobreza era una injusticia y que nosotros éramos pobres porque otros eran muy
ricos. Crecí con eso y rodeado de primos y curanderas.
Se casó a los 15, y a los 25 ya tenía seis hijos. Sin tiempo
para ser escritora, se hizo lectora, nocturna, solitaria. Mi abuelo también era
un gran lector y tenía sus cuentos fantásticos también, otra vez te los cuento.
Pero antes quería seguir con que, desde bastante chico, tuve una formación
literaria muy variada, desde la Patoruzú, el Tony, Dartagnan, hasta la revista
Esto! Y Casos Policiales, también algo de Humor, Sex Humor, Satiricón, Intérvalo.
Esa era mi gran literatura, las revista de historietas que leía una y mil veces
hasta que aparecía una nueva. Los libros llegaron más tarde, mi abuelo leía el
diario, pero no me interesaba eso. Él cirujeaba y a veces traía algunas cosas
buenas. Así leí La Tregua en un libro sin tapas, Los tres Mosqueteros, que le
faltaba un capítulo y otros más. Mi abuela leía de todo, desde Corin Tellado y
Selecciones hasta libros de medicina, biología y peronismo, obvio. Pero su gran
oficio de escritora lo ejercía de noche, dos veces al mes, cuando se ponía a
redactar cartas a su hija y sus hermanas que vivían en Buenos Aires. Yo la
observaba sentado en un banquito de madera. Ella, sobre la mesa de la cocina,
con mantel de hule y envuelta en una nube de humo de cigarrillo era una imagen
mítica para mí. Luego nos leía a todos, éramos muchos, aunque yo era el único
de los más chicos que participaba de la ceremonia. Escuchaba sus palabras
pronunciadas correctamente, con mucho cuidado y veía cómo se iban transformando
los rostros de los más grandes, de mis tías, de mi viejo, como se les humedecían
los ojos y me sentía orgulloso de mi abuela. Cuando llegaba la respuesta desde
Buenos Aires, era otra ceremonia más concurrida, y ahí si estaban los otros
gurises de la familia porque al final de la carta, había saludos para todos,
nombrando uno por uno, y cuando oías tu nombre, que llegaba desde lejos, era
una extraña satisfacción que te hacía sonreír.
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