lunes, 11 de marzo de 2013

Viva juancho y la finada!




Viva juancho y la finada! se gritaba en lo bailongos con orquesta en vivo o en los boliches o algún casamiento de pobres, me contaba mi abuela. Eran tiempos de la 4161 y entonces estaba prohibido ser peronista, hablar de Perón, de Evita, tener los símbolos del movimiento. Pero mi abuelo era más claro, Viva Perón carajo! Pegaba el grito cuando pasaba borracho por enfrente de la comisaría, y tal vez, desde el anonimato del interior de un racho un sapucai apoyaba la moción. No lo hacía por peronista, no era militante peronista, se crió en una familia de vascos anarquistas que apenas alcanzaron a hacerse radicales de Yrigoyen, ni lo hacía por borracho, lo hacía de bronca. Bronca ante esos milicos que creían que se podía prohibir pensar en algo, creer en algo, sentir. Pero más bronca le daba que mi abuela llorara en cada fecha que recordaba el cumpleaños o el fallecimiento de Evita. Mi nena, como le dijo siempre, hasta que se murió de viejo persiguiendo una tropilla entre los aromos, ya no podía poner el cuadrito con la imagen de Evita, con dos velas, sobre la mesa, como había hecho siempre desde que ella había muerto. Así se recordaba a la santa de los humildes en cualquier rancherío. La muertita le decía él. Y eso lo sublevaba.
Entonces caían los milicos. Está Gerónimo?, preguntaban; no, no está, contestaba ella, porqué lo andan buscando? decía, para hacerse la distraída, ella sabía. Para meterlo preso, amenazaba el comisario y se iba con algún miliquito que lo acompañaba por si la cosa se ponía seria. Entonces ella sonreía y seguía con sus cosas. Mi abuelo no era pendenciero y cuando se emborrachaba se ponía jodon nomás, pero pasaba por la comisaría y ya se le salía la cadena y entonces pegaba el grito, pero no se iba para la casa, que estaba a dos cuadras de la comisaría, seguía de largo, hasta el fondo de la calle que terminaba en el arroyo. Entonces, bajaba la barranca, bordeaba el arroyito, y subía la barranca justo a la altura del patio del rancho para entrar por la puerta de atrás. No lo hacía por miedo, si él le había hecho sentir el frío de su facón en las costillas al lobizón y se había cruzado con el diablo, disfrazado de chancho, que lo saludó en una noche de tormenta. Lo hacía para sacarse la bronca y devolverle algo de dignidad a esa vida que lo cansaba truncando sueños, y lo hacía por ella, que amaba a Perón y Evita, que estaba con la resistencia, que militaba y ayudaba a los vecinos. Que era tan buena y tan linda y había tenido que enterrar los cuadros de Evita y el general en el patio del rancho, para no ir presa por sentir, por pensar, por creer. Entonces, corría la cortina y entraba por la puerta de atrás del rancho, sonriendo en silencio y ella se daba vuelta, dejaba sus cosas, y también sonriendo en silencio lo besaba en la boca. 

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